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Sobre las formas de ver televisión!

Hoy el mundo cuenta con una cantidad infinita de opciones para ver televisión, cine, series y toda clase de producciones audiovisuales. En el pasado las opciones eran mínimas pero ¿hasta qué punto esas pocas opciones facilitaban que tuviéramos mejor interacción social?

Una mirada desde los escenarios de los años 80.

 

Frente a la infinidad de opciones que ofrece nuestro tiempo para ver cine, televisión y video, ha de ser extraño para muchos pensar que hubo épocas en las que esas actividades estuvieron marcadas por la casi total falta de alternativas y, las audiencias, no podían más que aceptar la programación ofrecida por los canales públicos de televisión.

 

Sin ir demasiado lejos, quienes crecimos en la década de los 80, por ejemplo, sabemos que ser niño por esos tiempos implicaba divertirse con pocas opciones y apelar a los planes que se podían hacer junto a primos, hermanos, vecinos y compañeros de estudio. No obstante, la televisión era una poderosa atracción alrededor de la cual giraba la vida y un alto porcentaje de nuestra identidad estaba construida en torno a personajes que sólo conocíamos en el acto pasivo de consumir lo que aparecía en la pantalla.

 

Nuestros gustos en cuanto a los programas eran más bien uniformes y eso, más que una falta de personalidad, tenía que ver con que la televisión nacional tenía tan solo dos canales que nos resultaban interesantes. De ahí que, nos limitábamos a ser consumidores de lo que en ellos se presentaba y, sin embargo, disfrutábamos de casi todo lo que veíamos. Ese número limitado de alternativas facilitaba que nuestras conversaciones sobre los programas fueran muy parecidas y, que en general, tuviéramos una visión similar de la vida desde los imaginarios que construíamos como televidentes y habitantes de barrio.

 

Hablar de televisión o cine era hablar de los programas que todos veíamos, los únicos que estaban disponibles, los que cualquier persona conocía, y eso garantizaba que nos pusiéramos de acuerdo hasta para los juegos que inventábamos.

 

Para ese tiempo, la familia promedio de clase media tenía un televisor, generalmente a blanco y negro, y la regla era aprovechar las horas del día para ver nuestros programas, ya que los horarios nocturnos eran el momento de ver (o no poder ver) lo que los padres decidían.

 

Aparte de las series, dibujos animados, magazines, comedias y hasta novelas que veíamos, las opciones de ver algo distinto se limitaban al plan de amigos en casa de algún vecino que tenía un reproductor de Betamax o VHS. Esa era la única alternativa para ver películas y producciones distintas a las que ofrecía la televisión pública y era lo más lejos que se podía llegar para conocer el cine que se producía en Hollywood. Para quienes no conocimos más opciones, ese era a veces un panorama desconcertante y, tal vez por eso, nos veíamos ante la necesidad de socializar ampliamente con otros y, en muchas ocasiones, recurrir a la imaginación más que a la televisión para divertirnos.

 

Eran tiempos donde el espacio de juego y conversación con los amigos contaba demasiado y la comunicación tenía un carácter muy personal y cercano. Reunirse con amigos era una posibilidad real de interactuar con ellos, y las únicas conversaciones a las que se prestaba atención eran las que sucedía con los que estaban en ese punto del tiempo y del espacio.

 

Sin la intención de defender fanáticamente la idea trillada de que “todo tiempo pasado fue mejor”, sí quiero cuestionar:

 

¿Hasta qué punto el haber crecido en una época con mucha menos información que la actual, representaba la posibilidad de que las interacciones personales fueran más enriquecedoras y conscientes, y de que la comunicación estuviera definida por la necesidad de juntarnos más desde la presencia física que desde la ilusión de que todos nos ven y nos escuchan?

 

Por otro lado, me llama la atención la gran cantidad de habilidades cognitivas que desarrollan los niños de este tiempo y me pregunto:

 

¿Hasta qué punto esa híper-estimulación determina que sean mucho más inteligentes a nivel mental pero menos a nivel social, emocional y espiritual?

 

Esas son algunas de las preguntas que hoy abundan en la investigación social y que tienen sustento, más que nada, en la legítima preocupación de quienes hoy somos tíos, padres y hasta abuelos.

 

Acepto sin reparo que me considero un afortunado por el hecho de que hoy puedo leer, ver y escuchar lo que se me ocurra en el momento y lugar en que lo decida, y eso me da una sensación de poder que motiva mi pasión por el conocimiento. No obstante, pienso que no todas las personas, en especial los niños y adolescentes de esta época, tienen la capacidad de filtrar y digerir conscientemente toda la información, y mientras están obnubilados en ese movimiento imparable se están perdiendo de lo que ocurre en el mundo físico, junto a otras personas.

 

Es claro que cada época trae sus particularidades bien marcadas y sólo la historia dará cuenta de lo que fue conveniente o inapropiado para nuestra evolución. Aún sabiendo esto, pienso que tal vez mi reflexión es simplemente un suspiro romántico por la maravillosa infancia que viví junto a tantas personas o, tal vez, porque aunque disfrute de este mundo del que a veces puedo sentirme dueño, en el fondo mi principal preocupación siguen siendo los seres humanos y su potencial para la grandeza.

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