Recientemente, Casio lanzó Moflin, una mascota digital con inteligencia artificial que presume tener más de cuatro millones de configuraciones emocionales. El humano interactúa con ella, la acaricia, le habla, y ella “evoluciona” su personalidad basada en esas interacciones. Tiene sensores de voz, de tacto, responde con diferentes sonidos que van desde chillidos hasta expresiones más elaboradas, y viene con una app llamada MofLife para monitorear su “estado emocional”.
Esto no es simplemente un juguete nuevo: es un síntoma de cómo la tecnología está redibujando lo que consideramos compañía, afecto y cuidado.
¿Por qué importan tanto estas mascotas digitales?
Las generaciones más jóvenes han crecido rodeadas de pantallas, dispositivos inteligentes e interacción virtual. En ese contexto, una mascota digital que responde a las emociones parece algo natural. Además, traer y cuidar a un perro o gato implica responsabilidades reales, espacio, tiempo y esfuerzo. Una mascota digital elimina muchas de esas barreras: no hay que limpiar, alimentar, preocuparse por visitas al veterinario… solo interactuar (esta idea no es nueva, recuerdan el Furby de hace más o menos 15 años?).
En un mundo donde muchas personas viven solas, los tiempos libres están fragmentados y la socialización presencial ha disminuido por múltiples razones (ciudades más grandes, conectividad digital, ritmo de vida), tener algo que “siente consigo” —aunque sea de silicona o plástico— aporta consuelo, rutina y una sensación de compañía que puede parecer real.
¿Qué se gana y qué se pierde?
La aparición de mascotas digitales como Moflin plantea una serie de preguntas profundas sobre el tipo de vínculos que estamos formando con la tecnología. Por un lado, se gana compañía sin complicaciones: no hay que alimentar, bañar ni llevar al veterinario a un dispositivo con inteligencia artificial. Estos “compañeros” virtuales pueden ofrecer consuelo, rutina y hasta respuestas emocionales simuladas, lo que puede ser especialmente atractivo para personas que viven solas o enfrentan dificultades sociales.
Sin embargo, lo que podría perder el usuario es más delicado. Si los niños, adolescentes o adultos jóvenes comienzan a preferir el trato con seres programados antes que lidiar con la complejidad —y belleza— de una relación humana o con un animal real, se podría estar cultivando generaciones menos preparadas para empatizar, negociar o entender emociones reales. Además, cuando una IA simula afecto sin requerir compromiso ni esfuerzo, el umbral de tolerancia a la frustración puede bajar, haciendo que el mundo humano parezca demasiado difícil o poco gratificante en comparación.
En esencia, estas mascotas digitales no son solo juguetes; pueden llegar a ser una especie de espejo de cómo se está redefiniendo la compañía, la empatía y lo que significa “sentir”. Y esa redefinición, aunque fascinante, también debe observarse con atención y conciencia. ¿Qué pasará cuando el primer “corazón roto” venga de una máquina?

Y…¿Entonces?
Moflin puede llegar a ser más que un juguete: se podría considerar un espejo que refleja cómo se cambia la forma de ser acompañados, cómo se da valor a la empatía digital y emocional. Estas mascotas digitales pueden traer consuelo, alegría, diversión… pero también exigen cierto grado de conciencia y acompañamiento, sobre todo con los menores de edad porque, claramente las dimensiones de las relaciones humanas suelen ir más allá de los cuatro millones de configuraciones emocionales que puede tener una mascota con IA.
Ahora bien, sin llegar a desconocer que pueden ayudar, servir de puente emocional, enseñar a cuidar, dar compañía, es menester mantener un equilibrio, ya que podrían erosionar el ejercicio de relacionarse cara a cara, el sentir la proximidad de los seres humanos y, sin lugar a dudas, todos los aprendizajes que conllevan lidiar con los fallos y complejidades de las personas!