Durante años, la imagen de los robots ha sido moldeada por la ciencia ficción: humanoides de metal, con brazos articulados y caras futuristas, capaces de replicar (o incluso superar) nuestras habilidades físicas. Pero esa visión está cambiando. Y no porque la tecnología se haya estancado, sino porque, al contrario, ha avanzado lo suficiente como para cuestionar los supuestos que teníamos sobre qué es —y qué debe ser— un robot.
En el Massachusetts Institute of Technology (MIT), por ejemplo, los investigadores están replanteando radicalmente el diseño y la naturaleza misma de los robots. Según sus últimas investigaciones, los robots del futuro no solo podrían parecer animales, sino que podrían estar hechos de materiales blandos, biodegradables… incluso comestibles.
De humanoides a otras formas: otra manera de pensar la robótica
En los laboratorios más vanguardistas del MIT y otras instituciones, se está gestando una nueva generación de robots que no sólo prescinden del metal, sino que también abandonan la forma humana. Inspirados en organismos vivos, hechos de materiales blandos, reciclables o incluso comestibles, estos nuevos robots desafían nuestras nociones tradicionales de qué es y cómo debe comportarse una máquina.
Este cambio no es estético, es funcional. Robots con forma de pulpo pueden deslizarse por grietas imposibles para una máquina rígida; criaturas robóticas que se asemejan a insectos pueden explorar zonas de desastre sin poner en riesgo vidas humanas; materiales que se degradan con el tiempo o tras cumplir su misión reducen los residuos tecnológicos. En esencia, se está apostando por una robótica más adaptativa, sostenible y segura.
Las ventajas son evidentes: mayor capacidad para moverse en entornos hostiles o irregulares, interacción más segura con humanos y animales, reducción de costes y residuos, y aplicaciones innovadoras en medicina, exploración y rescate.
Pero como todo salto tecnológico, este nuevo paradigma trae desafíos considerables. La durabilidad y resistencia de los materiales blandos aún está en entredicho. Controlar con precisión un robot que no tiene una estructura rígida exige algoritmos más complejos y sensores altamente sensibles. Y no menos importante: la aceptación social. ¿Qué tan cómodos estamos los humanos con un robot que parece un molesto insecto (como una cucaracha), que se disuelve después de cumplir su tarea, o que puede ser ingerido por un paciente?
En muchos casos, la forma condiciona el fondo, y cambiar la forma de los robots también transforma nuestras expectativas sobre ellos. Pasamos de esperar obediencia mecánica a asumir comportamientos más autónomos, incluso “naturales”. En este nuevo ecosistema, un robot puede parecerse más a una lombriz o a un enjambre que al amado R2D2 o a C-3PO. Eso exige un cambio cultural tanto como técnico.
Lo interesante es que este giro no significa abandonar la robótica tradicional, sino ampliarla. La próxima década nos traerá una convivencia entre máquinas rígidas y blandas, humanoides y biomiméticas, autónomas y colaborativas. Es un ecosistema en expansión donde las reglas aún se están escribiendo.
Así las cosas, si la robótica del siglo XX nos ayudó a automatizar fábricas, estas novedades podrían enseñarnos a convivir con lo artificial de una forma más orgánica, flexible y sorprendentemente… viva.