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Telepatía… ¿a qué precio?

No terminamos aún de sorprendernos con las infinitas posibilidades que nos ofrecen los teléfonos inteligentes y otros dispositivos…

No terminamos aún de sorprendernos con las infinitas posibilidades que nos ofrecen los teléfonos inteligentes y otros dispositivos tecnológicos de nuestro tiempo, y ya se empiezan a vislumbrar formas de comunicación que hasta ahora solo creíamos posibles en los futuros lejanos que las historias de ciencia ficción nos enseñaron a imaginar.

En un reciente post en el portal Nokia Connects, Tom Hall, miembro de esta compañía de telefonía, presenta algunos hitos importantes en la historia de las telecomunicaciones y pronostica que para el 2014 el mundo podría contar con desarrollos que harían posible la comunicación telepática. Dado el ritmo fugaz al que evoluciona la tecnología, Hall sostiene que eso sería posible gracias a minúsculos dispositivos que se implantarían en el cerebro de las personas y les permitirían enviar mensajes con solo pensar el contenido de ellos y sus destinatarios.

Si bien muchos estudiosos y defensores de la existencia de la percepción extrasensorial consideran que todos los seres humanos tenemos la capacidad de desarrollar habilidades de comunicación a distancia sin necesidad dispositivos externos, lo cierto que es que una tecnología como la expuesta por Hall ofrece mejores razones para creer que la comunicación telepática puede ser una realidad.

Ante un panorama como este, es prácticamente impensable la enorme cantidad de posibilidades que se abrirían en el ámbito de las telecomunicaciones, la transmisión de información y las interacciones entre las personas. No obstante, también vale la pena preguntarse sobre la forma como se podría acceder a esta tecnología y sobre las enormes implicaciones que podría tener en la vida del ser humano.

Suponiendo que en un futuro tan cercano el mundo pueda contar con tal tecnología, sin duda pasaría largo tiempo para que la mayoría de la gente pudiera adquirirla, dados los altísimos costos que implicaría su producción y su implementación. Basta, por ejemplo, con ver el todavía bajo porcentaje de personas que hoy en día tienen acceso a los smartphones o los tablets, para suponer que muchos de nosotros tal vez no viviríamos para tener la experiencia de usar esos desarrollos.

Y si no consideramos el aspecto de accesibilidad e imaginamos que eventualmente todos experimentaremos la conexión con estas tecnologías, hay otras cuestiones que generan cierta inquietud. Por ahora, me limito a contemplar dos que me parecen de gran trascendencia.

Por un lado, está el asunto de la privacidad. Si ya hemos visto la intrusión creciente que representan los teléfonos inteligentes en la vida y las actividades de las personas, ¿cuál podría ser el panorama cuando alguien tiene implantado en su cerebro un dispositivo que le permite estar al tanto de los “pensamientos” que otros le quieren transmitir? ¿Y de qué forma se haría más caótica la situación sabiendo que por medio de ese minúsculo aditamento eventualmente se tendría acceso a una sobrecarga de información más extrema que la que vivimos hoy en día?

Esto, a mi modo de ver, representa un nivel de intrusión tan alto en la vida privada, que llegaríamos al punto de no ser siquiera dueños de nuestros propios pensamientos o de no tener al menos el espacio para poner la mente en blanco.

El otro aspecto inquietante es el incontable número de usos mal intencionados que con seguridad se le podrían dar a estas novedades tecnológicas. En un mundo donde el mal evoluciona tanto como la tecnología y donde de muchas maneras se intenta manipular las ideas de la gente, esta sería una solución relativamente sencilla para implantar pensamientos y manejar consciencias con una precisión a la que ni siquiera las campañas publicitarias más persuasivas ni los oradores más brillantes de la historia se han acercado.

Dado que un dispositivo implantado en el cerebro establecería una relación directa con los procesos químicos y eléctricos que se dan en este órgano, estaría en capacidad incluso de modificar la manera como sus funciones se llevan a cabo, y eso explicaría la facilidad con que se podría influir sobre los pensamientos y las acciones.

Todo esto, sin contar los efectos nocivos que podría tener sobre la salud mental y física de las personas, o las maneras irreversibles como ellas se desconectarían del mundo real y llegarían a romper de forma casi total con las interacciones tradicionales.

En conclusión, aunque la posibilidad de comunicarnos telepáticamente es un escenario excitante que siempre ha llamado nuestra atención, tal vez sea mucho más conveniente para nuestra propia paz seguir imaginando que podemos hacerlo sin necesidad de objetos que se inserten en nuestro cuerpo y privilegiar las interacciones sociales sobre las que históricamente hemos construido nuestras relaciones.

De la misma manera como la ciencia ficción nos ha introducido en las grandiosas posibilidades que nos traerán las tecnologías del futuro, también nos ha mostrado las consecuencias negativas que ellas pueden tener cuando se salen de control y caen en manos de personas mal intencionadas. Y así como ya hemos atestiguado la parte divertida de la historia, sin duda también corremos el riesgo de vivenciar esa parte cruel en la que los seres humanos pierden su esencia y terminan convirtiéndose en víctimas de sus propias invenciones.

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